sábado, 21 de enero de 2017

fragmento de "Hilarotragoedia" de Giorgio Manganelli

© Martin Stranka 













Nota sobre los «verba descendendi»: 
Que del descender se den maneras, o guisas, variadas, es cosa pacífica y obvia: como se apostrofa son las del morir, las del matar, las del amar. De por sí, descender parece verbo desornado, pobre y manido: huele a algo opacado por el uso, o a vestidura quebrantada y raída. Los léxicos concordemente afirman que designa «traspasar de un lugar más alto a otro que lo está menos», lo cual es cosa hasta frívola. Quien lo use para designar gestos corporales y cotidianos tiene en su mente, hoy, ajados chapines y polainas narcisistas para escalinatas institucionales, que sobresalen de cajas apiladas en trenes o trolebuses, o subterráneas paranoicas: pero espiró, acaso, un tiempo de mongolfieras a media altura, carnosas nubes en calzas.
Pero he aquí el incoativo inclinar, de algo que tenga en su ánimo el propio derrumbamiento, y en mucho lo aprecie, y a ello íntimamente tienda y se dirija, pero aún titubee: como ha de ser con joven hembra, apta para querellas de cultos monólogos, deseosa de hender la tierna garganta, a la que refrene (como en retórica estampa neoclásica) el cuidado de los hijos, o divertissement de amante, pedanterías de pecado, sofismas carnales, esparcimiento de películas suburbanas, o el sacramento del alcohol. Se inclinan las casamatas antaño belicosas, ahora ceñudas e impotentes; y las casuchas ruinosas, desconchadas y aborrecidas, de indagación sociológica; y las quercus añosas, rapaces de torva teología, pero horadadas por la tozuda desilusión. Es verbo, pues, de consenso, de colaboración: y aplíquese a quien buena no juzga muerte que no le sea propia, elegida, trabajada, ejecutada con competencia, técnica concentración de fontanero de bien; que los demás se dejan matar todos a fuerza de cuchillos, manotazos de gérmenes, coágulo iracundo de sangre; y arrojar a los negros mondongos de la tierra, encorajinada ante este menester vil; desmarridos que desde ahí reafloran balbuciendo repetitivos renacimientos, insípida pasta de un salcocho, recocho y revenido universo.
Otros calan: bonito verbo, de buena fusta, pero de mucha mejor molicie, como de capa pluvial, presupone latitudes de posaderas, túnicas, faldas o guardainfantes; exige en cualquier caso corpachones, pero no arrogantes: como debieron de ser los cuerpos abuhados pero definitivamente en arrobamiento de los dragones extremos, los espiralantes hecatodentados; míralos, a esos verdes escamados de negro comatoso, hirsutos con su vanísimo, melancólico boato de remamientos y alas, encorsetados todos con espolones y garras, como una decidua cabaretera, trémulas las antaño tremendas mandíbulas, míralos morir en los cálidos miércoles del abril del treintamilenta, delicuescentes a media altura, cabeza abajo atirantando hacia la tumba la apática cola del cuello, como la péndula gallina patalea hacia atrás por los aires; ellos calan; y no es que un algo de sacerdotal, y sin embargo civilísimo, esté ausente de los ojos de los descendibles monstruos: húmedos, educados; memoriosos, sobre el abismo de la agonía, de dispersas ecolalias de infancia.
Se rebajan los guijarros, los monumentos, los templos; una iglesia, también. Pues no es raro que en las iglesias, esas dialectales concavidades de mediocres ladrillos, funcionarios subordinados e ínfimos —allá donde no hayan conseguido la ambigua fortuna terrena de la beldad de las formas— no es raro, digo, que en ellas se conciba, se amorule, y se acrezca, y por último despunte, y se debata, y embista en su deseo de luz, un afán de denegación, y fuga, y rechazo, una náusea torva y vana; píos y desacralizados cuerpos. Se soslayan de las reliquias; contrastan con sacristanes y priores; y, rencorosas, principian a meditar su propio fin. Así perecieron las religiones verdaderas de tiempos antiguos, y van pereciendo las actuales verdaderísimas; ya que se les revuelven en contra los ladrillos, las niegan y escogen morir, para no hacerse cómplices de la aclarada mentira de lo verdadero. No es expedito, para una iglesia tamaña, aguardar hoy la propia muerte; pues los ocurrentes eclesiásticos van poniendo en acto ciertas cautelas suyas, y represivas y preventivas, como tienen por avezadura; ya que el tumulto de los ladrillos los pone en evidencia e inquieta grandemente. Así pues, aquí se exhorta a la iglesia revoltosa a mantener conducta prudente: dúplice, incluso, y desleal; pues no se da propiamente deslealtad allá donde se abandera discurso acerca de ultimidades. En primer lugar, atendiendo con ostentoso fervor a sus propios cometidos de azafata, alcahueta o sicaria de la divinidad, pondrá faz cordialísima a los huéspedes devotos, a los infieles gruñirá simuladas recriminaciones; ofrecerá con aviesa gracia loco fulgor de oros, y malsana palidez de esbeltas, prepúberes candelas; dará oídos, solícito sindicalista de las humanas angustias, a reivindicaciones y descontentos; los sentenciará justificados y razonables; y, por el lado burocrático, dispondrá su solícito despacho, en instancias bien compiladas, completas en todas y cada una de sus partes, claramente legibles, no sin esa copia de información chismosa y reservada que cualifica la diligencia del buen servidor, con el objeto de que arriba se diga: «La iglesucha del condado de… es obsequiosa y eficiente». Por ese barniz de mafia que confiere color de gran autoridad a las cosas supernas, dará curso —de la iglesia se discurre— para que se sacien de milagrosas dádivas ciertos casos de patente y eufórica injusticia: lo que resulta en todo caso arduo asunto, porque son estos precisamente los custodiados a mayor gloria de los Jerarcas, que se prometen de nuevo propaganda y diferido despeñamiento. Pero, en definitiva, milagros, gracias y asensos, aunque no sean más que de mediana calidad, intervenciones desteñidas y arrinconadas, pueden siempre chapucearse y la gente infelicísima y derrelicta con ello se regocija y se desmemora. Con frémito de estatuas voluptuosas, con chanzas de volutas levitantes, la iglesia se atraerá la benevolencia de los superintendentes — cuán golosamente degustan los ángeles el technicolor— y al mismo tiempo la misérrima veneración de los crédulos creyentes.
Se aparejará, por lo tanto, un clima de confianza, no sin coloramientos histéricos, como para llevar a engaño a los más espabilados monseñores; puesto que, ya se ha dicho, desde hace tiempo los curas han oliscado tamaña deserción de los ladrillos, y de soslayo no quitan ojo de junturas y cuñas; y se dice que agavillan de noche con cuerdas y gúmenas las iglesias en suspición, con el pretexto de restauraciones y remozamientos encamisándolas en máquinas policíacas de vigas y tubos, de modo que pueda contrastarse, como es avezadura en los falansterios de los dementes, la oculta gula del deshacimiento. Y no nominaremos a esos sacristanes y clérigos que durante la noche las sueldan con imponente lastre de culos; o que —simulando solicitud por paramentos, hachones o guapezas, como cosas gratas a los altísimos, gente de solaz— realizan nocturnas inspecciones, irrupciones, perquisiciones: hombres píos, mujeres castas o cicateras, sacristanes plebeyos o sepultureros sentenciosos, con porte risueño y urbano las escrutan parte por parte, y máxime los cimientos y criptas subterráneas, que son como sus partes pudendas y partes excrementicias: que es cosa villanísima. Así, hasta hoy, han sido capaces, en esta cristiandad ruinosa, de refrenar la revuelta de los muros sediciosos.
Mas habrá una noche ímproba, ventosa, pluviosa y amarga; noche de tabardos, de limpieza general en las lápidas de los cementerios; noche de muslos conyugales, caritativos y perezosos; noche en la que nos aplastemos contra la corteza del planeta que nos remolinea. En una noche tamaña, no solicite el dios somnoliento y voraz estofado y vino añejo a sus fieles; pues no hay fieles, en noches tamañas. Y, entonces, el honesto templo descristianado se rebajará: primero forzando, haciendo crujir, empellando cual apoplético el gravamen de los muros escleróticos; desconchándolos, hendiéndolos, dilatándolos, con el viscoso hervor de la sangre ya semiapagada, con objeto de que la parte mediana asome como mano de ahogante; y en fin, destripándolos, desarraigándolos de golpe; y se desmoronará en añicos de muros, deshaciendo la liturgia cárdena de paños y resecando la pía carne de los campanarios seniles, y desnudo se rebajará tras un revuelo de calcinas gallináceas; y al fin, desconsagrado, reconsagrado paquidermo rugoso, morituro como antaño los saurios, se precipitará a la dulzura del final.
Mas se despeñan suicidas silvestres, montaraces, animales desdeñados por sus propios miembros, peleados con el estorbo de las laberínticas vísceras, amantes de genitales tiránicos, enormes; corren por las cimas de montes verticalísimos, picoteados por miembros acometedores, sarmientos de carne rugosa, pegajosas lenguas de osos hormigueros; por vulvas gaznatosas, boquetes en líquenes de pubes, mundus, avernos per lucum; saltan por los aires, obsequiosos ante su propia vocación, abstraídos en el orgasmo de la dulcísima devastación, miembros descendibles, incluso precipitantes.
Precipitar es verbo que tiene más de ciudadano, de mecánico; describe estelas de fulminosos miembros por el aire seco; o furibundo hocicar de aviones, a los que se les escapa la muerte. Hembra pendenciera, hembra ilusa, desilusa, desilusionada hace ondear rueda de tremolante falda, al asalto; brota en crisantemo de sí misma: en las aceras se despliega, se repliega, se deshace. Gran vuelo, insigne empresa, que os decora con una dignidad que en vano buscamos en nosotros mismos. Circunspectos arcángeles, de vuestros menudos miembros aguijáis una sanguínea lengua de «no» a la afrentosa fatiga de desenmarañar la deshonesta madeja. Ante vosotros nos entapujamos nosotros en las acotaciones de los semanarios ilustrados; vuestro viento, cuerpos apresurados, nos desbarata las crenchas; nos desvergüenza.
Se derrumba animal muerto, cuerpo cerrado y acabado, hondeada alcancía, y causa daños: como del demonio se dice, que el infierno lo hizo cayendo de culo en el cielo ínfimo, avecindado del portal paradisíaco; el teológico batacazo excavó en el cielo vacuo casquete, moldeado sobre las nalgas supernas. En el instantáneo ábside se insinuaron larvas de réprobos ángeles, que después mariposearon en demonios. Otros dicen que fue precisamente ese enehabitaciones inmenso abierto bajo la inmobiliaria del ano lo que aguijoneó al gran burócrata, pensativo acerca del bienestar de la Nada; de ahí que éste creara este termitero, este laberinto de urinarios y periódicos de derechas, este burdel que hizo pulular de crisálidas, de donde poder poblar, en la prosecución, el Nuevo Espacioso Barrio, el Distinguidísimo Neoplasma de Patio a pie de calle; o bien, como otros fabulan, la culada luciferina sacudió una languidez de ab aeterno semimuertas ninfas, sòrdida lumbre de fetos, que se dieron a la masturbación a toda prisa con sus patitas ciegas, y de su semen semimuerto hicieron masilla de cosas semivivas, y de ahí nacieron estos hazmerreír de planetas, y las putas de los cometas, y las pozas humorales de las nebulosas; proliferò con semejantes polillas el obsceno universo; de semejantes copos de canicie, como los usados por las prostitutas para sus prácticas higiénicas en los empleados genitales —y todo el hasta aquí descrito termitero, burdel, poblado de chabolas eleva cotidiana oración al Inventor del Infierno, de manos ahusadas, el entrevistadísimo; el Señor de las Galaxias y de los Huecograbados.
Por último, se atierra; como hizo el bueno de Gerión; el cual, tras alcanzar el perpendículo sobre las desesperadas piedras del perfectísimo «no», con eficiente darle a la carretilla, extrajo y extendió (no sin feliz desentumecimiento de los miembros embotados) las zancas fornidas y huesudas e, impasible su viciosa cara de hombre, tocó el fondo.





















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