lunes, 2 de enero de 2017

verbena (viejo relato)

La grande bellezza  ©   Paolo Sorrentino










Antes de abrir la puerta e irse, echó la vista atrás. Volaba por los aires ese intenso polvo amarillo que todos aseguran que es oro, aunque deberíamos dudar de tal afirmación. De la misma nube escapaban papeles, seguramente arrojados por la mujer que llora. Siempre  termina en la mesa ratona escribiendo un libro y arrancándole las hojas.
Un poco más atrás, casi sobre la espalda inclinada de la escribiente, está parado el hombre del taco aguja clavado en la garganta. Entona unas canciones que no le salen nada mal. Parece que además padece una enfermedad incurable que ataca a los glóbulos rojos aunque siempre se lo ve muy saludable. Es formidable escucharlo entonar “De' Miei Bollenti Spiriti” con tremendo zapatazo atravesado. Intenta disimular el hecho con una golilla y a veces lo consigue. Los rumores dicen que fue una belleza de piernas bien largas y con ganas. Y que el tipo, gracias a la agresión –y a pesar de ella- canta mucho mejor.
En el ángulo opuesto, cerca del bargueño, están los dos tipos de negro que caminan onces pasos y se baten a duelo de forma interminable. Cada vez que están uno frente al otro y aprietan sus respectivos gatillos, las pistolas no tienen balas. Entonces, vuelven a tomar distancia y otra vez.  Nadie sabe por qué no se agarran a trompadas de una vez. Seguro que con la leche que se tienen –si no, no se explica- ya estaría liquidado el asunto.
Más allá, en el sillón largo, junto al reguero de vasos de plástico y papelitos de caramelos, están los cinco del juzgado, sacando varitas para dirimir el desempate. Es bastante raro. Son cinco y siempre que votan, la cuestión permanece igual. Parece que hay uno que se abstiene pero nunca es el mismo.
En la puerta de la cocina está el mujererío en bolas con máscaras venecianas y un grupo de hombres sentados alrededor, de máscaras idénticas pero en frac. Toman whisky y fuman puros, lo cual enrarece más la atmósfera. Es igualito que en Eyes Wide Shut, pero con menos oropel. Sobre todo porque las cortinas del fondo desentonan bastante con ese estampado de margaritas años 60, tipo Pop Art. Vaya uno a saber por qué las mujeres estas andan sin ropa pero de cara tapada. Tienen buen lomo. Vergüenza no ha de ser. Siempre le ha parecido como que quieren pero no quieren. Dicen que la mujer que llora alguna vez integró también el grupo pero no hay que fiarse de los comentarios en estas reuniones. Es habitual que te sonrían de frente y ni bien les das la espalda, saquen un puñal u algún otro tipo de arma blanca. Pero esos son los lúmpenes. Los nobles, ilustres como son, se dedican a otra cosa. Usan redes tipo cazamariposas. Se los ha visto pinchar personas en un tablero. Igual que los coleccionistas de insectos en la época del enciclopedismo. Después que tienen el cuerpo apretado y atravesado, lo miran y lo miran durante horas. Mientras, el objeto de sus observaciones, se va en sangre. Pide piedad, clemencia, auxilio, y nada. La fascinación por verles agonizar es pasmosa. No es maldad. Es curiosidad científica. Eso se les oye argumentar. Que si acceden a salvarlos ¿cómo sabrán? -¿Cómo sabrán, qué?-, pregunta. Y contestan siempre escribiendo en el pizarrón; sospecha, por no mirarle a los ojos. Pero contestar, lo que se dice contestar, nada. Ya ni insiste. Simplemente hace cabriolas y mantiene una distancia prudente.
Básicamente, a estas horas, suena ya una insoportable música de tipo circo ambulante en extrema miseria. Así está el perro: flaco, flaco. Ya husmea por debajo de todos los muebles a ver si encuentra un hueso o alguna otra sobra de origen dudoso. Dicen que en la cocina la vieja asa carne humana de forma ocasional. Por eso se abstiene también de comer. Se excusa diciendo que es ovo lacto vegetariana. Ya de paso, tal argumento queda muy bien en estos eventos, sobre todo en el sector yogui, que a estas alturas, está como a un metro y medio del piso, en posición del loto. Ellos siempre están más allá. No dejan de parecer una manga de vagos que con la excusa de meditar para aflojar la gravedad esquivan cualquier compromiso. Nunca saben nada ni conocen a nadie. Son como la insomne; pero con la diferencia que ellos no se dan contra los muebles. Ella sí. Tropieza y tropieza. Se cae y se vuelve a levantar. No es que sea ciega la pobrecita. Es un poco torpe y como anda en camisón largo, se enreda. A veces da un poco de lástima porque la pisan. Pero, sin intención. Ella apenas emite un ruidito como de caja de bambú y se levanta otra vez. Parece que vive en el piso de arriba y que por no llegar tarde, no se pone otra ropa. Alguna vez le preguntó por qué no se quedaba durmiendo y ella, casi en un suspiro, sólo contestó -No sé...-.
Siempre se pregunta para qué vuelve. La escena se repite casi igual. Aburre de tan predecible. Es probable que a todos les ocurra casi de la misma manera. Una cosa lleva a la otra y al final, terminan embretados. Y al ingresar alguno nuevo siempre lo miran torcido. Después, de una manera u otra, acomoda el cuerpo; como camaleón, ya no sé sabe qué tiempo hace que es parte del paisaje.
Suficiente entonces, tras el último vistazo, levantó la voz para saludar y decir gracias por el convite. Por delante se le cruzaron los que bailan el vals. Bailan y bailan, incluso sin música. Siempre fueron los que le han caído más simpáticos. Lástima que bailar el vals de a tres es imposible, si no, se la pasaría siempre con ellos. Se nota que se divierten en serio. Se ríen mucho pero, bueno, ya se sabe como son las reglas del vals. En fin, que cuando dijo chau y gracias, ni ellos la escucharon.
Cerró la puerta. Respiró una bocanada de aire limpio. Mirándose los hombros, sacudió abundante resto de polvo amarillo. Miró su pollera: había crecido; como siempre. Nadie sabe cómo ocurre. Si es el tiempo que pasa ahí dentro o un acto de pudor que toma, incluso, a los objetos inanimados. Ambas cosas, quizás; una producto de la otra. Para colmo, el ruedo está empapado por los charcos de la mujer que llora.
Abre el portón y camina calle abajo. Ya va saliendo el sol por entre las casitas de lata. Repite lo mismo de siempre: no es sano asistir a fiestas tan concurridas en espacios tan reducidos. El ruido es tan ensordecedor que, por varios días, ni los primeros pájaros del alba se escuchan. Cada vez, espera, sea la última.



















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