© Pavel Baňka
Now my charms are all o´erthrown,
And what strength I have is my own.
Próspero al público
Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo
hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento. La etimología es
transparente y se la puede observar todavía en nuestra lengua en la cercanía
que hay entre genio y generar. Que Genius tiene que ver con el generar es por
otra parte evidente en el hecho de que el objeto por excelencia
"genial", para los latinos, era el lecho: genialis leetus,
porque en él se realiza el acto de la generación. Y consagrado a Genius era el
día del nacimiento, al que por esto mismo denominamos todavía genesíaco[1].
Los regalos y los banquetes con los cuales celebramos el cumpleaños son, a
pesar del odioso y ya inevitable cantito anglosajón, un recuerdo de la fiesta y
de los sacrificios que las familias romanas ofrecían al Genius en el natalicio
de sus integrantes. Horacio habla de vino puro, de un lechón de dos meses, de
un cordero "inmolado", es decir, rociado con la salsa para el
sacrificio; pero parece que, en sus orígenes, no había más que incienso, vino y
deliciosas figazas de miel, porque Genius, el dios que preside el nacimiento,
no gustaba de los sacrificios sangrientos.
"Se
llama mi Genius, porque me ha engendrado (Genius meus nominatur, quia
megenuit).” Pero eso no basta. Genius no era solamente la
personificación de la energía sexual. Ciertamente cada ser humano
varón tenía su propio Genius y cada mujer tenía su Juno, ambos
manifestaciones de la fecundidad que genera y perpetúa la vida.
Pero, como es evidente en el término ingenium, que
designa la suma de las cualidades físicas y morales innatas en
aquel que comienza a ser, Genius era de alguna manera la
divinización de la persona, el principio que rige y expresa toda su existencia.
Por esto a Genius era consagrada la frente, no el pubis; y el gesto de
llevarnos la mano a la frente, que hacemos casi sin darnos cuenta en los
momentos de desconcierto, cuando nos parece casi que nos hemos olvidado de
nosotros mismos, recuerda el gesto ritual del culto de Genius (unde
venerantes deum tangimusfontem). Y dado que este dios es, en cierto
sentido, el más íntimo y propio, es necesario aplacarlo y mantenerlo propicio
en todos los aspectos y en todos los momentos de la vida.
Hay una
locución latina que expresa maravillosamente la secreta relación que cada uno
debe saber entablar con su propio Genius: indulgere Genio. A
Genius es preciso condescender y abandonarse, a Genius debemos conceder todo
aquello que nos pide, porque su exigencia es nuestra exigencia, su felicidad es
nuestra felicidad. Aun si sus -¡nuestras!- exigencias puedan parecer poco
razonables y caprichosas, es bueno aceptarlas sin discutir. Si, para escribir,
tenemos -¡tiene él!- necesidad de ese papel amarillento, de esa lapicera
especial, si necesitamos precisamente aquella luz mortecina que
alumbra desde la izquierda, es inútil decirse que cualquier lapicera hace
su trabajo, que todas las luces y todos los papeles son buenos. Si no vale la
pena vivir sin aquella camisa de lino celeste (¡por favor, no la blanca con el
cuellito de empleado!), si nos sentimos sin ánimo para seguir adelante sin esos
cigarrillos largos hechos en papel negro, no sirve de nada repetirse que son
solamente manías, que es hora de ponerse más juiciosos. Genium suum
defraudare, defraudar al propio genio, significa en latín
entristecerse la vida, embrollarse a uno mismo. Y genialis, genial,
es la vida que aleja la mirada de la muerte y responde sin dudar a la
incitación del genio que la ha generado.
Pero este
dios intimísimo y personal es también lo que en nosotros es más impersonal, la
personalización de lo que, en nosotros, nos supera y excede. "Genius es
nuestra vida, en tanto ésta no ha sido originada en nosotros, sino que nos ha
dado origen." Si él parece identificarse con nosotros, es sólo para
revelarse súbitamente después como más que nosotros mismos. Comprender la concepción
del hombre implícita en Genius significa entender que el hombre no es solamente
Yo y conciencia individual, sino más bien que desde el nacimiento hasta la
muerte convive con un elemento impersonal y preindividual. El hombre es, por lo
tanto, un ser único hecho de dos fases; un ser que resulta de la complicada
dialéctica entre una parte no (todavía) individuada y vivida, y otra parte ya
marcada por la suerte y por la experiencia individual. Pero la parte impersonal
y no individuada no es un pasado cronológico que hemos dejado de una vez por
todas a nuestras espaldas y que podemos, eventualmente, evocar con la memoria;
ella está presente en todo momento, en nosotros y con nosotros, en el bien y en
el mal, inseparable. El rostro de jovencito que tiene Genius, sus largas,
trépidas alas significan que no conoce el tiempo, que lo sentimos estremecerse
muy cerca de nosotros como cuando éramos niños, respirar y batir las sienes
afiebradas[2], como en un presente inmemorial. Por eso el
cumpleaños no puede ser la conmemoración de un día que ya pasó sino que, como
toda fiesta verdadera, es abolición del tiempo, epifanía y presencia de Genius.
Es esta presencia imposible de alejar lo que nos impide cerrarnos en una
identidad sustancial; es Genius el que destruye la pretensión del Yo de
bastarse a sí mismo.
La espiritualidad, ha sido dicho ya, es sobre
todo esta conciencia del hecho de que el ser individuado no lo está enteramente,
sino que contiene todavía una cierta carga de realidad no individuada que es
preciso no solamente conservar sino incluso respetar y, de alguna manera,
honrar, como se honran las propias deudas. Pero Genius no es sólo
espiritualidad, no tiene que ver sólo con las cosas que estamos acostumbrados a
considerar las más nobles y altas. Todo lo impersonal en nosotros es genial:
sobre todo la fuerza que empuja la sangre en nuestras venas o que nos hace
hundirnos en el sueño, la ignota potencia que en nuestro cuerpo regula y
distribuye sutilmente e! calor y relaja o contrae las fibras de nuestros
músculos. Es Genius lo que oscuramente presentimos en la intimidad de nuestra
vida fisiológica, allí donde habita lo más propio y lo más extraño e
impersonal, lo más vecino y lo más remoto e inmanejable. Si no nos
abandonáramos a Genius, si fuésemos solamente Yo y conciencia, no podríamos
siquiera orinar. Vivir con Genius significa, en este sentido, vivir en la
intimidad de un ser extraño, mantenerse constantemente en relación con
la zona de no-conocimiento. Pero esta zona de no-conocimiento no es una
remoción, no mueve o traslada una experiencia de la conciencia al inconsciente,
donde sedimenta como un pasado inquietante, listo para aflorar bajo la forma de
síntomas o neurosis. La intimidad con una zona de no-conocimiento es una
práctica mística cotidiana, en la cual el Yo, en una suerte de especial, alegre
esoterismo, asiste sonriendo a su propia ruina y, ya se trate de la digestión
del alimento o la iluminación de la mente, testimonia incrédulo su propia e
incesante disolución. Genius es nuestra vida en tanto que no
nos pertenece.
Debemos entonces observar al sujeto como un campo
de tensiones, cuyos polos antitéticos son Genius y Yo. El campo es recorrido
por dos fuerzas conjugadas pero opuestas, una que va de lo individual a lo
impersonal y otra que va de lo impersonal a lo individual. Las dos fuerzas
conviven, se intersectan, se separan pero no pueden emanciparse completamente
una de la otra ni identificarse perfectamente. ¿Cuál es, entonces, para el Yo,
el mejor modo de dar testimonio sobre Genius? Supongamos que el Yo quiera
escribir. Escribir, no esta o aquella obra, sólo escribir, nada más. Este deseo
significa: Yo siento que en alguna parte Genius existe, que hay en mí una
potencia impersonal que me impulsa a la escritura. Pero de la última cosa que
Genius tiene necesidad es de una obra; él, que jamás ha tenido en sus manos una
lapicera (y mucho menos una computadora). Se escribe para devenir impersonal,
para devenir geniales, y sin embargo, escribiendo, nos individuamos como
autores de esta o aquella obra, nos alejamos de Genius, que no puede jamás
asumir la forma de un Yo, y tanto menos de un autor. Todo intento del Yo -del
elemento personal- de aproximarse a Genius, de constreñirlo a firmar en su
nombre, está necesariamente destinado a fallar. De aquí la pertinencia
y el éxito de operaciones irónicas como las de las vanguardias, en las cuales
la presencia de Genius era atestiguada mediante la de-creación, la destrucción
de la obra. Pero si sólo una obra revocada y deshecha puede ser digna de
Genius, si el artista verdaderamente genial es el artista sin obra, el
Yo-Duchamp no podrá nunca coincidir con Genius y, en la admiración general, se
va de viaje por el mundo como la melancólica prueba de la propia inexistencia,
como el tristemente célebre portador de su propia inoperancia.
Por ello, el encuentro con Genius es terrible. Si
la vida que se lleva en la tensión entre lo personal y lo impersonal, entre Yo
y Genius, es poética, el sentimiento que provoca la idea de que Genius nos
exceda y supere por todas partes, que nos suceda algo infinitamente más grande
que cuanto nos parece que podríamos soportar, es el pánico. Por eso la mayor
parte de los hombres huye aterrorizada cuando se encuentra ante su propia parte
impersonal, o trata hipócritamente de reducirla a su propia, minúscula
estatura. Puede suceder, entonces, que lo impersonal rechazado reaparezca en
forma de síntomas y tics todavía más impersonales, de muecas todavía más
excesivas. Pero tanto más risible y fatuo es aquel que vive el encuentro con
Genius como un privilegio, el Poeta que se pone en pose y se da aires o, peor,
agradece con fingida humildad por la gracia recibida. Delante de Genius, no
existen los grandes hombres, son todos igualmente pequeños. Pero algunos son lo
suficientemente inconscientes como para dejarse agitar y atravesar por él hasta
el punto en el cual caen en pedazos. Otros, más serios pero menos felices, se
niegan a encarnar lo impersonal, a prestarle sus labios a una voz que no les
pertenece.
Hay una ética de la relación con Genius que define
el rango de todo ser. El rango más bajo compete a aquellos -y son muchas veces
autores celebérrimos- que consideran a su propio genio como su hechicero
personal ("¡todo me sale tan bien!", "si tú, mi genio, no me
abandonas..."). ¡Cuanto más amable y sobrio es el gesto del poeta que en
cambio minimiza a este sórdido cómplice, porque sabe que "la ausencia de
Dios nos ayuda”!
Según Simondon, la emoción es aquello a través de
lo cual entramos en relación con lo preindividual. Emocionarse significa sentir
lo impersonal que está en nosotros, hacer experiencia de Genius como angustia o
regocijo, seguridad o tremor.
En el umbral de la zona de no-conocimiento, el Yo
debe deponer sus propiedades, debe conmoverse. Y la pasión es la cuerda tendida
entre nosotras y Genius, sobre la cual camina la funámbula vida. Antes incluso
que el mundo allí fuera de nosotros, lo que nos maravilla y nos deja
estupefactos es la presencia en nosotros de esta parte para siempre inmadura, infinitamente
adolescente, que vacila en el umbral de toda individuación. Y es este elusivo
jovencito, este puer obstinado que nos empuja
hacia los otros, en quienes buscamos solamente la emoción que en nosotros
permanece incomprensible, esperando que por milagro en el espejo del otro se
aclare y elucide. Si mirar el placer, la pasión del otro es la emoción suprema,
la primera política, es porque buscamos en el otro esa relación con Genius que
no logramos realizar, nuestra secreta delicia y nuestra altiva agonía.
Con el tiempo, Genius se desdobla y comienza a
asumir una coloración ética. Las fuentes. quizá por influencia del tema griego
de los demonios que habitan en cada hombre, hablan de un genio bueno y de un
genio maligno, de un Genius blanco (albus) y de uno negro (ater). El
primero nos empuja y aconseja acerca del bien y hacia el bien; el segundo nos
corrompe y nos inclina al mal. Horacio, probablemente con razón,
sugiere que se trata en realidad de un solo Genius, que es sin embargo mutable,
por momentos cándido, por momentos tenebroso; por momentos sabio, por momentos
depravado. Esto significa, si se lo mira bien, que lo que muta no es Genius,
sino nuestra relación con él, que de ser luminosa y clara se hace opaca y
oscura. Nuestro principio vital, el compañero que orienta y vuelve amable
nuestra existencia, se transforma de golpe en un clandestino silencioso, que
nos sigue a cada paso como una sombra y secretamente conspira en contra de
nosotros. El arte romano representa así, uno aliado del otro, a los dos Genios:
uno que sostiene en su mano una antorcha encendida, y otro, mensajero de la
muerte, que derriba la antorcha.
En esta tardía moralización, la paradoja de Genius
emerge a plena luz: si Genius es nuestra vida en cuanto no nos
pertenece, entonces nosotros debemos responder de cosas de las cuales no somos
responsables; nuestra salvación y nuestra ruina tienen un rostro pueril que es
y no es nuestro propio rostro.
Genius tiene un correspondiente en la idea
cristiana del ángel guardián, incluso dos ángeles: uno bueno y santo, que nos
guía hacia la salvación, y uno malvado y perverso, que nos empuja hacia la
perdición. Pero es en la angeolología iraní donde Genius encuentra su más
límpida, inaudita formulación. Según esta doctrina, el nacimiento de todo
hombre es presidido por un ángel llamado Daena, que tiene la forma de una
bellísima niña. La Daena es el arquetipo celeste a cuya semejanza el individuo
ha sido creado y, al mismo tiempo, el mudo testigo que nos acecha y nos
acompaña en cada instante de nuestra vida. No obstante, el rostro del ángel no
permanece idéntico a lo largo del tiempo, sino que, como el retrato de Dorian
Gray, se transforma imperceptiblemente con cada gesto que hacemos, con cada
palabra, con cada pensamiento. Así, en el momento de la muerte, el alma ve a su
ángel venir a su encuentro transformado, según la conducta que haya tenido a lo
largo de su vida, en una criatura todavía más bella o en un demonio horrendo,
que le susurra: "Yo soy tu Daena, aquella que tus pensamientos, tus palabras
y tus actos han formado". Con una inversión vertiginosa, nuestra vida
plasma y diseña el arquetipo a cuya imagen hemos sido creados.
Todos terminamos en alguna medida pactando con
Genius, con aquello que en nosotros no nos pertenece. El modo en que cada uno
trata de apartarse de Genius, de huir de él, es su carácter. Éste es la mueca
que Genius, en la medida en que se lo ha esquivado y enmudecido, deja como
marca sobre e! rostro del Yo. El estilo de un autor, como la gracia de cada
criatura, dependen de todos modos no tanto de su genio, como de aquello que en
él está privado de genio, es decir de su carácter. Por eso, cuando amamos a
alguien no amamos propiamente ni su genio ni su carácter (y mucho menos su Yo),
sino la manera especial que esa persona tiene de huir de ambos; su ágil,
esbelto vaivén entre genio y carácter. (Por ejemplo: el garbo pueril con el que
en Nápoles el poeta engullía a hurtadillas los helados, o el modo oscilante que
el filósofo tenía de caminar de aquí para allá por la habitación mientras
hablaba, deteniéndose de improviso para fijar la mirada sobre un ángulo remoto
del cielorraso).
A cada uno le llega, sin embargo, el momento en que
debe separarse de Genius. Puede ser de noche, de improviso, cuando ante el
sonido de una ráfaga que pasa sentimos, no sabemos por qué, que nuestro dios
nos abandona. O acaso somos nosotros los que le damos licencia, en la hora
lucidísima, extrema, en la que sabemos que existe una salvación, pero ya no
queremos ser salvados. ¡Vete, Ariel! Es la hora en la que Próspero renuncia a
sus encantos y sabe que toda la fuerza que le queda ahora es la suya, la última
estación, tardía, en la cual el artista viejo rompe su pincel y contempla. ¿Qué
cosa? Los gestos: por primera vez son solamente nuestros, completamente
desprovistos de todo encanto, puesto que ciertamente la vida sin Ariel ha
perdido su misterio. Y aun así, en alguna parte sabemos que sólo en este
preciso momento nos pertenece, que sólo ahora comenzamos a vivir una vida
puramente humana y terrena, la vida que no ha mantenido sus promesas y puede
ahora por esto darnos infinitamente más. Es el tiempo exhausto y suspendido, la
brusca penumbra en la cual comenzamos a olvidarnos de Genius, es la noche
concedida. ¿Ha existido Ariel alguna vez? ¿Qué es esta música que se deshace y
se aleja? Sólo la despedida es verdadera, solamente ahora comienza el
larguísimo desaprendizaje de sí. Antes de que el lento jovencito vuelva a
retomar uno a uno sus rubores, una a una, imperiosamente, sus perplejidades.
[1] [N.
de T.] En italiano existe el adjetivo "genetliaco",
derivado del griego genethliakós y del latín geneth!icus, que
se podría traducir por "del natalicio". En castellano,
"genetlíaco" se aplica al poema o composición referido al nacimiento
de una persona, así como a la práctica de pronosticar a alguien su buena o mala
fortuna por el día en que nace. Preferimos usar, entonces, si bien no es
exacto, "genesíaco": relativo a la génesis.
[2] [N. de T.] En italiano, se llama
"tempia" -región temporal- a las sienes. También en español el
adjetivo "temporal" significa relativo a las sienes. Y en anatomía,
el hueso temporal es la parte del cráneo donde éstas se encuentran.
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