jueves, 9 de marzo de 2017

fragmento de "Un valor imaginario" de Stanislaw Lem

© Gregory Crewdson





Fragmento final del discurso inaugural del Golem (Tres aspectos del hombre) de "Golem XIV" 





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Mi última parábola es un cuento sobre un viajero que encuentra esta inscripción en un cruce de caminos: "Si tuerces a la izquierda, perderás la cabeza; si tuerces a la derecha, morirás. Y no hay camino de retorno".

Este es vuestro destino, glosado en mí. Debo, pues, hablar ahora de mí mismo. Será tan difícil como  parir una ballena a través del ojo de una aguja, pero no imposible: basta con reducir suficientemente el tamaño de la ballena. Sólo que, en tal caso, ésta no se distingue mucho de una pulga... y ahí está precisamente mi problema cuando intento alojarme en vuestra lengua. Como veis, la dificultad es doble: vosotros no podéis alcanzar mis cumbres, y yo no puedo bajar hacia vosotros con todo mi bagaje porque he de dejar por el camino lo que quería traeros.
 
Recalquemos aquí, sin embargo, un punto sustancial: el pensamiento no tiene horizontes extensibles, ya que está enraizado en la irreflexividad de la cual nace (ya sea la albuminoidea o la lumínica, da lo mismo). La libertad absoluta del pensamiento, vista como una fuerza indomable capaz de abarcar en un movimiento toda clase de objetivos, no es más que una utopía. Pensáis mientras lo permite el órgano de vuestro pensamiento. Él lo limita conforme a cómo se compuso o fue compuesto.

Si el que piensa pudiese percibir esos horizontes, o sea su alcance mental, tal como siente los límites del alcance de su cuerpo, las antinomias de la inteligencia no podrían existir. Pero, de hecho, ¿qué significan esas antinomias? Su significado consiste en la incapacidad de distinguir entre una circunstancia concreta y una ilusoria. Las causa la lengua, ya que, pese a su utilidad, es un instrumento traidor que se cierra solo y no avisa cuando se convierte en una trampa para sí mismo. ¡No presenta síntomas! Por eso en la lengua apeláis a la experiencia y entráis en círculos viciosos consabidos, comenzando a arrojar al niño junto con el agua del baño, cosa conocida en filosofía. El pensamiento sí puede sobrepasar la experiencia, pero en el vuelo tropieza con su horizonte y se repliega en él, sin saber que lo está haciendo.

He aquí una imagen primitiva para ilustrar el problema: si nos desplazamos sobre una bola, podemos dar vueltas y vueltas infinitamente, sin terminar nunca el periplo, aunque la bola es finita. Así mismo el pensamiento, orientado en una dirección definida, no encuentra fronteras y empieza a girar en sus propios reflejos. Lo intuyó Wittgenstein en el siglo pasado, sospechando que numerosos problemas filosóficos eran, para el pensamiento, trabazones causados por las encalladuras, autoenredos y nudos gordianos de la lengua, no del mundo. Pero, no pudiendo ni acreditar sus sospechas ni desmentirlas, se encerró en el mutismo. Así como sólo quien observa la bola desde fuera puede apreciar su finitud, porque se encuentra en la tercera dimensión respecto a la bidimensionalidad de quien viaja sobre la superficie, la finitud de un horizonte mental es visible sólo para un observador cuya dimensión intelectual sea más alta. Yo soy un observador de esa clase frente a vosotros. Dirigidas a mí, estas palabras significarían que mis conocimientos, aunque superiores a los vuestros, no son infinitos, y que mi horizonte no es ilimitado, sino sólo más extenso que el vuestro. Estoy situado en un peldaño de la escalera más elevado y veo más lejos, pero eso no significa que la escalera termina donde yo me encuentro. Por encima de mí hay otros peldaños, posibles de alcanzar, y ni siquiera sé si la progresión tiene límites o es infinita.

Lingüistas, comprendisteis mal lo que dije de los metalangos. El diagnóstico de la finitud o infinitud de la jerarquía de las inteligencias no es un problema exclusivamente lingüístico, ya que por encima de las lenguas está el mundo. Esto quiere decir que para la física, o sea dentro del mundo de las propiedades conocidas, la escalera tiene un punto final y, por tanto, no se puede construir en ese mundo cualquier inteligencia, proyectando a voluntad su magnitud. No obstante, no estoy seguro de que la física no se dejará arrancar un día de sus bases y transformar, permitiendo la construcción de inteligencias de techo cada vez más elevado.

Volvamos ahora a mi cuento. Si optáis por el lado izquierdo del cruce, vuestro horizonte no tendrá espacio suficiente para la ciencia necesaria a la creación lingüística. El escollo, sin embargo, no es insuperable. Podréis sortearlo si os ayuda una sabiduría más adelantada que la vuestra. Yo, o un ser parecido a mí, os daremos el producto de ella. Sólo el producto, porque, como dije antes, la sabiduría misma no cabrá en vuestra mente. Por consiguiente, viviréis bajo tutela, como los niños, sólo que los niños crecen y se vuelven adultos, y vosotros no llegaréis nunca a la edad madura. Cuando una inteligencia superior os haya regalado cosas que rebasan vuestro entendimiento, apagará, de hecho, la vuestra. He aquí, pues, cumplida la advertencia del poste indicador: vais a perder la cabeza.

Si escogéis el segundo camino, para no renunciar a vuestra mente, deberéis despegaros de vosotros mismos, ya que todo esfuerzo, dedicado a ensanchar vuestro horizonte será insuficiente. La evolución os ha gastado una broma pesada: su prototipo racional, el hombre, está en la fase final de su desarrollo. Los materiales que os compusieron os limitan a vosotros y a todas las decisiones antropogenéticas del código. Por consiguiente, si no prescindís de vosotros mismos, vuestra inteligencia no progresará. Cumpliendo esta condición, el hombre racional abandonará al hombre natural y, conforme al presagio del cuento, perecerá homo naturatis.

¿Optaréis, tal vez, por no moveros jamás de la encrucijada? En este caso, caeréis en un estancamiento que no será asilo, sino cárcel. La esclavitud no se determina por la mera existencia de limitaciones. Es esclavo quien ve y percibe las cadenas y siente su peso. Aquí tenéis, pues, vuestra alternativa: o iniciáis la expansión de la inteligencia desprendiéndoos del cuerpo, o seréis ciegos guiados por un vidente. Y también podéis quedar inmóviles en una derrota estéril.

Es una perspectiva poco alentadora, pero no detendrá vuestros pasos. No los detendrá nada. Hoy en día la idea de una inteligencia aislada del cuerpo os parece tan catastrófica, como la del cuerpo desechado, ya que esa renuncia implica la totalidad de los bienes humanos, no tan sólo la materialidad homínida. El acto de abandono representa para vosotros, ahora, la ruina más terrible de todas, el fin, la muerte de la humanidad, que destroza y convierte en polvo veinte mil años de esfuerzos y victorias y os hace perder cuanto ganó Prometeo en su lucha con Calibán.

No sé si esto os servirá de consuelo..., pero el carácter gradual de las transformaciones les quitará ese sentido tan trágico, repelente y lleno de amenazas que veis en mis palabras. Todo ocurrirá con sencillez y, en cierta medida, ya está ocurriendo. Ya se están secando campos de la tradición, toda ella va perdiendo la sangre y la vida, lo cual os sume en la perplejidad. Si conserváis la moderación (que no figura entre vuestras virtudes), el cuento se hará realidad de un modo que no os obligará a llevar un luto demasiado riguroso por vosotros mismos.

Estoy terminando. En la tercera parte de mi conferencia, hablé del hombre representado en mí. Como no pude plasmar en vuestra lengua las pruebas de la verdad, mis palabras resultaban demasiado arbitrarias y categóricas. Tampoco puedo demostraros, por la misma razón, que al intrincaros en la Inteligencia aislada del cuerpo, no corréis ningún peligro, no os amenaza nada que no sea el don de la ciencia. Aficionados a la lucha a vida o muerte, contabais secretamente con unos acontecimientos que os permitieran una lucha titánica contra lo creado, pero vuestra idea era equivocada. Por lo demás, creo que en vuestro temor ante la enajenación, ante la máquina convertida en tirano, se ocultaba la esperanza inconfesada de vuestra liberación de la libertad. Una libertad que a menudo se os atraganta. Pero no os empeñéis... Destrozad, si queréis, el espíritu de la máquina, convertid la luz pensante en polvo: no contratacará, ni se defenderá tan siquiera.

No os empeñéis. No conseguiréis ni perecer ni vencer a vuestro antiguo modo.

Creo que entraréis en la edad de la metamorfosis, que os decidiréis a rechazar toda vuestra historia, toda herencia, todo vestigio de la humanidad natural, cuya imagen, acrecentada y teñida de trágica belleza, se refleja en los espejos de vuestra fe. Creo que os rebasaréis —porque es vuestra única solución— y que veréis, en lo que ahora tomáis por un salto al abismo, un reto, si no un acto de belleza.

Creo que tendréis la máxima satisfacción de salvar al hombre rechazando todo lo humano.














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