© Lori Vrba
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Casi que de sesgo, incompleta, se dejaba ver la silueta de mármol de la Ludovica extasiada de Bernini. Es la iglesia de San Francesco a Ripa. Unos cuadros horrorosos de De Chirico engalanan la nave principal. No son de sus paisajes metafísicos. Es otra serie, bastante menos creíble y más realista. No se sabe quién colocó los cuatro piletones con esos aparatos de visión hacia el agua, a los que hay que subirse por una escalerita. Son como unos binoculares para observar desde las alturas, pero su aspecto es como de mecanismo antiguo, donde se aprecian, en su desnudez, tuercas y ruedas dentadas. Los piletones están orientados hacia los cuatro puntos cardinales. Cuadrantes en cruz griega. Él miraba por uno de aquellos visores hacia las profundidades. Los piletones son del tamaño de un acuario y el agua está como iluminada de sí. Atrás, la puerta central de la iglesia está abierta y deja entrar el sol, así que sólo lo intuye como en silueta negra, porque ella está de frente; en el piletón opuesto, contra el vidrio, imantada por las tonalidades. No lo ve irse. Siente el ruido de las puertas. Se cierran, golpeadas por obra de una corriente de aire que apenas la sobresalta. El ámbar es más poderoso que el resto de los hechos. La iglesia queda bañada en la irradiación líquida. No se percata de su soledad. Es la fascinación. Mas una fuerza sobrehumana la toma de los pelos, la eleva, la empuja y la sumerge. No la deja respirar. Patalea. Fugaz, se cruza una pregunta: cuál es la orientación de ese cuadrante; un momento, por sus pensamientos y una última visión: una mujer de pelo oscuro, a veces, a veces rubia. Un camaleón de ojos seductores y oscuros, como esmerilada, cambia de apariencia entre el cristal y el abundante medio acuoso. Se deja vencer porque ya todo se parece demasiado al océano. Ese azul, plagado de basura equivalente a un continente en sus profundidades que cierto día crecerá y engullirá todo. Es el final. “Ahora seré parte de la destrucción y su relato”, pronuncian las últimas burbujas que ascienden a la superficie. Un bulto, acurrucado, entre jirones de ropa, en un banco cercano al altar, es todo lo que halla el barrendero, antes de la primera misa.
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