© Alix Cleo Roubaud.
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Café cargado, que aunque buen sueño, hoy el estrudel puede dar a propagarse en sus hojaldres y hay que estar como instantáneo para maniobras de corto alcance. Por la ventana de la cocina, el cielo encapotado. Puede ser agradable, más allá de mojaduras. De llevar su campera con capucha para ocasión, en la que flota dos talles más que su tamaño. El camino en sí, puede serlo. Llegar a la doble vía, volver a áreas curvilíneas y arboladas, a las otras dobles vías, e internarse en la paralela a la costa, derecho entre aquellos comercios cerrados hasta el damero, viendo llover ventanas a cada esquina hacia el mar. Pero llegar empapada, entre los barros y compañías y no tener para reposta ni un sitio como un baño decente o su lugar de tareas, que después de cada noche puede oler a cualquier cosa y cuando llueve, se nos empasta en los humores particulares la atmósfera, —más vale que me apure—.
Y corre la cortina del ventanal como acto involuntario casi antes de la llave; y corre la cortina otra vez y mira, más atento, porque algo no está en forma, para variar. Pero distinto. Abre la puerta y constata: la casa de ladrillos se ha ¿caído? Digamos que sí: techo y paredes demolidos y entre los escombros, los muebles, de inusitado entero. Era como ver todas las vísceras de un cuerpo. Sillones, mesa ratona y perchero: el estar. Allá, una cama de dos plazas, tendida, con su ropero y sus dos mesas de luz: el dormitorio que suele ser llamado “principal”. Lo mismo los otros dos dormitorios. Y en la cocina, sus artefactos. Incluso un juego de vasos, bien a la vista, en la gran mesa del comedor. En fin, la casa de ladrillos desollada y lo demás erguido, con polvo encima y algún que otro cascote. Y de los grandes árboles que la rodean ni uno fuera de sitio, lo que supone la fineza de la máquina, suponiendo que es con máquinas que se realizan actividades tan silenciosas con evidentes consecuencias de ruidaje que no hubo. ¿O las miasmas de su sueño ya son tan bienhechoras que no alcanza a despertarse? Teniendo en cuenta, además, que aquellos muros, ayer enteros con su techo y sus tejas, están a varios metros. Pero lo cierto es que eso ya ha sucedido dentro de su terreno, por ejemplo, con las montañas y agujeros que se mueven o se abren. Lo distinto es que esto es al lado. Y también que tal caída dejara el contenido en su lugar, sucio pero intacto. Como si la mismísima diosa Kali hubiese apoyado sus pies de bailarina en un momento de danza apenas insinuada. Sabemos que no hay forma de explicarlo y eso mismo la mantiene un rato debajo del alero, mascullando. No cierra, algo no cierra. Y con eso baja el trillo y realiza su trayecto. —No cierra. Algo no cierra—.
Como acto digresivo podemos apuntar a la coherencia de los vecinos (que nunca hemos tenido el gusto): un mobiliario de tono rústico afín a la envolvente perdida. Tal vez sacaron todo afuera y luego lo colocaron en sitio. Tal vez no les dio tiempo de llevárselo y prefirieron hacer como si nada pasara.
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